La maldición de la madera – El Mostrador, Chile

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Lo ocurrido con los incendios forestales en la Zona Central –noticia lamentablemente en pleno desarrollo– constituye un capítulo inédito de la ineficiencia nacional en el manejo de catástrofes. De un incendio de proporciones no imaginadas, hemos pasado rápidamente a una catástrofe nacional, que moviliza tanto a la solidaridad internacional como la cuota de irracionalidad gubernamental –el avión SuperTanker–, cuando queda en evidencia que no existen medios para controlar lo que no se previó. Ya ocurrió con el terremoto y posterior maremoto del año 2010, y hoy vuelve a repetirse, la tendencia a improvisar y aprender en medio de las tragedias.

Un incendio forestal tiene normalmente el carácter de un hecho de fuerza mayor. Originado en la irresponsabilidad humana, con o sin intencionalidad –hoy hay antecedentes para presumir la intencionalidad de varios de los focos de fuego– es un riesgo real o potencial recurrente de nuestro territorio, que se supone tiene recursos y procedimientos acotados a la dimensión que se estima que se pueda producir. Lo que ha quedado demostrado ahora como algo deficitario, es que las actividades productivas en materia de bosques, las relaciones de interfase territorial entre ellas, la relación segura con el hábitat humano urbano y la disponibilidad de recursos en bodega para el control de siniestros, nunca han considerado las particularidades geográficas y físicas de nuestro territorio, ni previsto el riesgo latente que tenían.

El secano costero de la Zona Central, ahora siniestrado, pasó a plantación industrial de madera envolviendo pueblos, sin previsión de lo que pudiera ocurrir, no solo por la extensión de las plantaciones en sitios escarpados y quebradas, sino por las variedades exóticas explotadas y su peligrosidad. Más al sur, el bosque nativo fue reemplazado por industria maderera, también sin mayor protección de pueblos. Todo el proceso ha transformando a la madera no solo en riqueza nacional sino también en una maldición para la biodiversidad y la seguridad de los pueblos, con cargo al erario nacional.

Lo visto en estos días excede con mucho la previsión estimada para la acción sectorial. Todo indica que los bosques de explotación maderera jamás fueron incorporados como una variable de inseguridad estratégica, porque en Chile no se mira en perspectiva lo que hacemos con el territorio.

Los hechos actuales dejan expuesta la brecha de seguridad humana en la planificación del control de riesgos en el país, evidenciando otra arista de la liviandad de la política nacional respecto de una idea de país con desarrollo social. Chile no tiene un sistema nacional de manejo de catástrofes ni una Ley de Protección Civil para casos de emergencia, pese a la enorme evidencia de la fragilidad geofísica de nuestro territorio. Cada vez que ocurre un episodio de esta naturaleza, sea terremoto, maremoto, erupciones volcánicas, sequías prolongadas, inundaciones, desprendimiento o desplazamiento de glaciares o incendios de la actual magnitud, se evidencia la obsolescencia conceptual y de servicios del país. Tenemos el agua a no más de 50 km del lugar del siniestro, pero no sabemos cómo llevarla hasta él. Perdemos en el océano el 70% del cauce de agua dulce de los ríos, aunque ella escasea en todo el territorio. Contaminamos el mar y construimos en quebradas o lechos de río.

En lo conceptual, creemos que todo es dinero y recursos para mitigar y no planificación de escenarios y de acciones para prevenir, además de recursos para controlar o enfrentar los hechos una vez producidos.

Aunque en un contexto de diseño fiscal restrictivo para el año 2017, igual el presupuesto nacional en materia de Protección contra Incendios Forestales, temporada 2016-2017, se duplicó. Hubo, además, un aumento significativo de medios técnicos (aviones cisternas propios y arrendados, helicópteros, mejoramiento de los sistemas de mando y más personal de brigadistas y expertos), previendo una temporada difícil. Pero todo se hizo insuficiente porque el evento fue catastrófico y no uno de incendios que pudieran ser controlados con capacidad sectorial.

Ipso facto se pasó a la receta nacional de la improvisación. Parlamentarios pidiendo la renuncia de los jefes de servicios o interpelando a ministros, estados de excepción constitucional con militares a cargo (nadie sabe para qué, pues no tienen medios para apagar incendios; aunque quizás en el futuro debieran tenerlos y ser adiestrados para ello, en el marco de una política nacional coherente para el combate de incendios), búsqueda de pirómanos –que por cierto es necesario– y los negocios improvisados como el avión SuperTanker que, en sus primeras 24 horas en el país, solo pudo descargar una vez sus 72 mil litros de agua y retardante. Este avión, cuyo fuselaje está diseñado para volar a 10 mil metros de altura, que fue reacondicionado a tanquero después que la empresa propietaria quebrara, que requiere de una pista de 2800 metros para operar en tierra y cargar, es decir, hora y media o más para operar con celeridad, que necesita sistemas ad hoc para cargar agua (camiones aljibe), que no puede bajar más allá de los 150 metros de la tierra para vaciar el tanque ni maniobrar a una velocidad menor a los 350 kilómetros por hora, pues de lo contrario pierde sustentación y puede caerse, hay que ponerlo en modo de aterrizaje (modo más crítico en aviones de esa envergadura) para que haga su aproximación. Es decir, pura ineficiencia y riesgo. Seguramente para demostrar que se hace algo.

Seguramente se volverán a acelerar los procesos de Ley de Protección Civil y todo lo relativo a la creación de instituciones aptas para manejar las emergencias nacionales. Pero, en materia de incendios, lo que no puede pasar inadvertido en esta dimensión de Seguridad Humana Nacional, es que la industria forestal y de la madera introdujo un cambio significativo en los riesgos de seguridad estratégica del país, sin que las regulaciones la obliguen a prevenir y mitigar de manera adecuada la sustentabilidad de su negocio. Esa industria cambió ecosistemas completos, incluso con el “apoyo” de todo el país, como lo fue el Decreto 701, sin que, como contrapartida, se le haya obligado a adoptar medidas de seguridad y mitigación correlativas.

El país no puede seguir subsidiando a esas empresas, haciéndose cargo de todas las externalidades negativas que ellas han generado y que todavía producen, y que ya llegaron al hábitat urbano, envolviéndolo de riesgo de incendios. En el quinquenio 2011-2016, casi el 40% en promedio de la vegetación afectada por los incendios fue de plantaciones industriales. No obstante, el costo para las empresas fue mínimo, pues tienen seguros. El resto, lo pagó el país.

En materia de seguridad nacional la enseñanza de la actual tragedia es brutal, y más vale que los estrategas del país se pongan a analizar lo que está ocurriendo, porque una vez más se ha visto afectado el llamado Núcleo Vital del País, quedando en evidencia que no tenemos sistemas de seguridad y reacción acordes con las necesidades.

A su vez, si se comprueba que parte de los focos de fuego fueron intencionales y, más aún, con coordinación previa de los malhechores, quedaría en evidencia un enorme déficit de inteligencia, el cual debería ser revertido a la mayor brevedad, por el bien del país. El sistema nacional de inteligencia, en especial la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) y la inteligencia de Carabineros, a lo menos, deberían dar explicaciones a los chilenos.

El Mostrador

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