Los casos de Colombia y Paraguay – Por Omar Felipe Giraldo y Gustavo Torres

Acaparamiento de tierras en Colombia

Por Omar Felipe Giraldo *

Desde inicios de siglo, en los territorios latinoamericanos y del Caribe, al igual que en muchas otras regiones del Sur global, ha venido ganando fuerza un inusitado interés por adquirir tierras por medio de todos los repertorios de acaparamiento —incluidos la persuasión o el despojo—, a fin de instaurar cultivos que pueden destinarse para bioenergía, material industrial, alimentación humana o alimentación animal, pero también para el establecimiento de otros sembradíos comerciales, pasturas, plantaciones forestales, extracción de minerales e hidrocarburos, y la instauración de presas hidroeléctricas.

El fenómeno es de tal envergadura que el observatorio global Landmatrix (1) registra transacciones por cinco millones 600 mil hectáreas desde el año 2000, es decir: una superficie superior a la totalidad de Costa Rica. A pesar de lo escandaloso que pueda resultar dicha cifra, el acaparamiento de tierras en la región es todavía mucho peor, pues en esa extensión sólo se tienen en cuenta acuerdos realizados por extranjeros en predios mayores a 200 hectáreas en los que existe un cambio de producción de pequeña a gran escala, además de que únicamente se consideran transacciones transparentes, y de que existe un subregistro, por la dificultad de contabilizar otras modalidades de acaparamiento.

En Colombia la gravedad del problema puede evidenciarse no sólo por los datos suministrados por Landmatrix, sino sobre todo por los cambios del índice Gini: un indicador que refleja la inequidad del reparto de tierras en un país (2). De acuerdo con este índice, entre los años 2000 y 2012 Colombia empeoró su ya inequitativa distribución de tierras —una de las más altas del mundo— de 0.85 a 0.87, lo cual es alarmante, si se considera que la concentración tendió a incrementarse con particular intensidad a partir del año 2005, hasta afectar el 56.5% de los municipios del país.

El fenómeno del acaparamiento puede también constatarse en el aumento de la desigualdad de la propiedad rural, pues las haciendas mayores de 500 hectáreas que veinte años atrás correspondían al 32% de la tierra, hoy llegan a ocupar el 62% de la superficie nacional por cuenta de menos del 4% de los propietarios (3).

La concentración de la propiedad ha sido una característica histórica del campo colombiano, lo cual podría ser explicado, entre algunas otras causas, por la desigualdad en su distribución durante la Colonia; por las particularidades de los procesos de colonización del país; por las diversas políticas de asignación de baldíos; y por el despojo a consecuencia de los conflictos armados que ha enfrentado el país a lo largo de su historia.

Hoy se hace evidente que enfrentamos un nuevo ciclo de acumulación capitalista caracterizado por un renovado interés de algunos grandes inversores —legales e ilegales—, por controlar tierras para monopolizar la agricultura, la biodiversidad, los bosques, el agua, los minerales, los hidrocarburos, y las rutas del narcotráfico, en una ofensiva extractivista de acumulación por desposesión que ha convertido a Colombia en el segundo país del mundo con mayor cantidad de conflictos socioambientales.

El auge minero-energético es con seguridad el mayor distintivo de este nuevo ciclo de expansión del capitalismo en Colombia. En efecto, desde el año 2002 hasta hoy, el área concesionada para labores mineras –principalmente para transnacionales– creció de 1 millón 130 mil a 5 millones 700 mil hectáreas, es decir, alcanzó un área equivalente al 5% del territorio nacional (4), un crecimiento impresionante que sería poco si se logra el objetivo del gobierno de Juan Manuel Santos de expandir las áreas mineras hasta alcanzar 20 millones de hectáreas: el 20.3% del país (5).

Ello sin contar con la enorme cantidad de hectáreas en poder de la minería ilegal, que está asociada en muchas ocasiones a grupos criminales, y al hecho que para el petróleo, se tienen asignadas 30 millones de hectáreas para exploración y dos millones 500 mil hectáreas para explotación (6).

Los precios exorbitantes de los minerales como el oro, el carbón, el platino, la roca fosfórica, el cobre, el manganeso, el níquel, el coltán y los elevados precios del petróleo durante los primeros años del siglo XXI, han provocado un creciente interés del gran capital por apropiarse del sustento natural del que depende el sistema económico, con el propósito de abrir un nuevo proceso de acumulación de capital. Pero la relación entre la generación de energía y el acaparamiento de tierras no se limita al petróleo y carbón.

La construcción de cuatro proyectos hidroeléctricos —Hidrosogamoso, El Quimbo, Hidroituango y Porvenir II— ha generado el control sobre 20 mil 586 hectáreas, mientras que avanza la concentración de la tierra para el establecimiento de monocultivos de caña de azúcar y palma aceitera destinados a la generación de agrocombustibles.

Estamos hablando de un incremento de cero a 41 mil hectáreas sembradas con caña de azúcar para biodiesel, y de 157 mil a 476 mil hectáreas cultivadas con palma en el periodo comprendido entre 2000 y 2013 (7). El latifundio ganadero sigue teniendo responsabilidad en el acaparamiento de tierras, al haber aumentado la superficie sembrada con pastos en 470 mil hectáreas en los primeros doce años del siglo XXI (8).

Es importante aclarar que en Colombia la tenencia de la tierra simboliza riqueza, prestigio y poder. Es necesario entonces no olvidar que el interés de mantener enormes predios para la ganadería extensiva muchas veces está asociado a la especulación, y en ocasiones vinculado al control territorial para actividades del narcotráfico.

La producción forestal también está implicada en concentrar tierras en Colombia, pues el área destinada a reforestación comercial y caucho aumentó de 174 mil hectáreas al comenzar el milenio a casi 500 mil en el 2013. Si consolidamos los datos de la agroindustria y la actividad forestal, tenemos que en los primeros trece años de este siglo aumentó en un millón 370 mil hectáreas la superficie agrícola y forestal latifundista.(9)

Atención aparte merece el caso de la altillanura colombiana, una planicie de casi siete millones de hectáreas que hace parte de la Orinoquía: un ecosistema megadiverso considerado por los dos últimos gobiernos como la última frontera agrícola del país. El objetivo de los gobiernos de Uribe y de Santos consiste en implementar el modelo agroindustrial del Cerrado brasileño sobre al menos cuatro millones de hectáreas para el establecimiento de cultivos de palma de aceite, caña de azúcar, soya, maíz, arroz, y plantíos forestales comerciales.

Aunque el objetivo no ha podido arrancar con la celeridad que los grandes inversionistas habrían querido por problemas de regulación sobre propiedad de tierras baldías, y debido a que varias iniciativas han fracasado en su propósito de eliminar los obstáculos legislativos que impiden la acumulación de tierras, no existe duda que el acaparamiento de tierras en el futuro cercano se concentrará en esta vasta región del país.

No se sabe con certeza cuánta tierra de la actividad del agronegocio ni cuánta del boom minero-energético cambió de manos y pasó a estar bajo el poder de grandes propietarios, pero a juzgar por la intensidad de las inversiones en proyectos mineros, hidroeléctricos, petroleros, agroindustriales, forestales y ganaderos, podría sospecharse que el fenómeno es mucho peor de lo que hasta ahora se ha considerado.

En términos de los efectos socioambientales, esta masiva apropiación de la naturaleza por parte del gran dinero se está expresando en el despojo de tierras de comunidades rurales indígenas; en la proletarización de campesinos desposeídos que devienen o bien en jornaleros sin tierra o bien en migrantes que engrosan los cinturones de miseria de las ciudades; en profundos cambios paisajísticos que reconfiguran los modos de vida de los habitantes atrapados en medio de las plantaciones de monocultivos; y en la desertización, deforestación y contaminación ambiental producida por la megaminería y la tecnología de la revolución verde.

Los registros indican que los conflictos generados por esta oleada extractivista afectan de manera directa a más de ocho millones de colombianos y sus impactos directos ocurren en más de dos millones y medio de hectáreas (10). Pero el fenómeno del acaparamiento no se limita a la concentración directa de tierras a la vieja usanza del despojo directo.

También existen otros medios mucho más discretos de ejercicio del poder. El dispositivo consiste en que el gran capital, en contubernio con los aparatos estatales, ponga a su disposición muchos predios de pequeños productores para usufructuarlos sin que medie su expulsión, al mismo tiempo que se legitima la instauración de grandes enclaves agroindustriales bajo el discurso de la inclusión de los campesinos a los beneficios de las inversiones agroindustriales.

Las Alianzas Productivas implantadas desde finales de la década de los noventa resultan bastante ilustrativas de esta estrategia de acaparamiento. El objetivo de dicha política consiste en que los campesinos se conviertan en “socios” de las empresas de palma de aceite, para lo que existe una figura en la que los primeros aportan la tierra y su fuerza de trabajo, mientras que los segundos adecúan las tierras, compran la producción, proveen de insumos, asistencia técnica, y gestionan los créditos e incentivos.

Los pequeños palmicultores quedan obligados a vender la cosecha a la empresa durante 20 a 30 años, muchas a veces a precios inferiores del mercado. Cuando los campesinos entregan el fruto, la empresa descuenta las deudas adquiridas por la asistencia técnica y los insumos, a lo cual también se le debe restar el crédito contraído (11).

En realidad al igual que las Alianzas Productivas, la mayoría —si no todos los programas de desarrollo rural y proyectos productivos para la sustitución de cultivos ilícitos—, están orientados a encadenar a los campesinos a las cadenas productivas de alto valor para la exportación.

La tarea que antaño hacía el Estado para llevar la Revolución Verde a las familias campesinas, en la actualidad pretende transferirse a los empresarios agroindustriales, quienes amasan un inmenso poder, en la medida en que las decisiones sobre lo que pasa en vastos territorios rurales termina bajo su potestad.

Esto muestra claramente que el acaparamiento no se limita a una simple monopolización de tierras por parte de algunos inversores privados: es toda una forma de control territorial. Para acaparar no siempre es estratégico adueñarse directamente de las tierras. A veces es más efectivo no despojar a los pobladores de sus tierras sino incluirlos servilmente a las poderosas inversiones, mientras las empresas se sirven de ellos para aumentar y aumentar sus ganancias.

El gran capital necesita quitarse de encima todo lo que le estorbe a sus macroproyectos de inversión, y eso incluye a las comunidades que defienden sus territorios, y la manera más legítima de hacerlo es incorporarlas subordinadas a la geopolítica del desarrollo agropecuario de la gran plantación.

Lo anterior significa también prescindir de las guerrillas, que con sus acciones violentas mantienen aún el control sobre muchos territorios valiosos, impidiendo insertar sus cuerpos naturales a los flujos de la globalización neoliberal.

El capitalismo sobrevive gracias a la constante expansión geográfica, lo que aclara el relativo consenso que existe en la élite económica de firmar un acuerdo para ponerle fin al conflicto armado colombiano, y despejar así el camino para la liberación de territorios que requieren primero acapararse para luego apoderarse de las jugosas rentas de la actividad extractiva.

Hay que estar atentos, pues un eventual posconflicto puede dar pie a una agudización de esta nueva etapa de acumulación por despojo, un acrecentamiento de esta guerra que se le ha declarado a la naturaleza, un mayor impulso a este ciclo de cercamiento y privatización de lo común, y un nuevo gran pacto entre el Estado y los inversores para integrar cada rincón de la geografía nacional a las dinámicas de la valorización del capital.

Notas:

1 www.landmatrix.org
2 En el índice Gini cuanto más cercano a 1, es más inequitativo el reparto de la tierra, mientras que entre más cercano a 0, menor es la inequidad.
3 Instituto Geográfico Agustín Codazzi (2012) “Atlas de la distribución de la propiedad rural en Colombia”, Bogotá, Imprenta Nacional de Colombia.
4 Datos oficiales de la Agencia Nacional de Minería
5 La Silla Vacía, “Golpe a la política minera de Santos” http:// lasillavacia.com/queridodiario/golpe-la-politica-minera-desantos-50328
6 Salinas, y. (2012) “El caso de Colombia”, Dinámicas del Mercado de la Tierra en América Latina y el Caribe: Concentración y Extranjerización, Roma: FAO
7 Estadísticas Agroforestales 1987-2013, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural
8 Cifras de la Encuesta Nacional Agropecuaria 2001 y 2013
9 Estadísticas Agroforestales 1987-2013, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural
10 Información tomada del Atlas de Justicia Ambiental http:// www.ejatlas.org/
11 Suárez, Aurelio (2013) “Pacto agrario en Colombia, ¿a lo Cargill siglo XXI?”, Confidencial Colombia

* Doctor en Ciencias Agrarias. Investigador de Cátedras Conacyt adscrito a El Colegio de la Frontera Sur, México.


Paraguay: latifundios, mal endémico

Por Gustavo Torres 

Sólo 2% de propietarios concentra más de 85% de tierras cultivables

La reforma agraria es una reivindicación histórica del movimiento campesino paraguayo a la que se han sumado organizaciones indígenas que plantean recuperar sus territorios ancestrales, ya sea por vías de la expropiación o compras de las tierras por parte del Estado.

El nuevo periodo político que se vive en Paraguay desde agosto del 2008, con la elección del ex sacerdote Fernando Lugo a la presidencia, despertó la esperanza de cambio en los sectores sociales y populares. Sin embargo, las organizaciones campesinas se han sentido defraudadas por la inacción del gobierno y otros poderes del Estado, y no han dejado de presionar, recurriendo a movilizaciones masivas, marchas hacia Asunción, la capital, para gestiones ante las instituciones públicas, levantar campamentos frente a los latifundios, y en última instancia y como medida extrema, las ocupaciones de esas propiedades.

“Las luchas emprendidas por nuestro pueblo son por la reforma agraria, por detener el avance de la agricultura empresarial, y las respuestas del instrumento judicial y policial sigue siendo de grandes represiones con aproximadamente 2,000 compañeros imputados; varios de ellos llegaron a ser encarcelados”, afirma a Noticias Aliadas, Ramón Medina, dirigente nacional de la Organización de Lucha por la Tierra (OLT).

“Seguimos teniendo un Estado que defiende los intereses de los grandes latifundistas, de los grandes sojeros, por lo que debe continuar nuestra lucha y las movilizaciones contra los latifundios y contra la expansión sojera, en la defensa de los recursos naturales; y al mismo tiempo construyendo propuestas políticas alternativas que puedan ser discutidas con la sociedad y presentadas a las instituciones del Estado, a fin de ir forzando cambios democráticos a favor de la mayoría del pueblo”, asegura Medina.

Problema estructural

Consultados por Noticias Aliadas, el ex presidente del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT), Alberto Alderete Prieto, y el senador oficialista del Frente Guasu, Sixto Pereira, coinciden en que la problemática del latifundio en el Paraguay se remonta a mediados del siglo XIX, cuando los gobiernos de entonces empezaron a vender las tierras públicas. Desde la finalización de la guerra de la Triple Alianza —que enfrentó a Paraguay con Argentina, Brasil y Uruguay entre 1865 y 1870— hasta 1950 se adjudicaron más de 25 millones de hectáreas a empresas extranjeras.

“A partir de 1950 hasta el año 2000, fundamentalmente en la época de la dictadura de [Alfredo] Stroessner [1954-89], se repartieron alrededor de 12 millones de hectáreas de tierras, inicialmente a través del Instituto de Reforma Agraria, y después desde el Instituto de Bienestar Rural —hoy transformado en el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra—, de las cuales el 74% fue a parar a manos de políticos, militares y funcionarios estatales que no tenían nada que ver con la Reforma Agraria; sólo un 26% fue a manos de alrededor de 150,000 familias de pequeños productores”, dijo Alderete Prieto.

Con la Revolución Verde, iniciada en la década de 1960, la agricultura familiar campesina practicada por generaciones pasó a ser llamada de “subsistencia” frente a la producción a gran escala para exportación, introduciéndose el llamado “paquete tecnológico”, que incluye el uso de semillas transgénicas, agroquímicos, alto grado de mecanización, dependencia exclusiva del mercado externo y la pérdida consiguiente de alrededor de 50% de la cobertura boscosa original del país.

Para Pereira, “la tenencia general de las tierras es de absoluta irregularidad jurídica, y en el mundo, junto a Brasil, Paraguay es uno de los países más desiguales y con mayor concentración de tierras en pocas manos”.

El último Censo Agropecuario, correspondiente al 2008, muestra que sólo el 2% de los propietarios concentran el 85.5% de las tierras, a la vez que 300,000 familias campesinas no poseen un solo metro cuadrado de tierra para cultivar. De esta proporción, el 80% de las tierras aptas para la agricultura está en manos del 1% de los propietarios, y sólo el 6% está en manos de pequeños agricultores con menos de 20 Ha de tierra cada uno (alrededor de 260,000 familias en todo el país).

Los actuales conflictos se acrecientan a medida que los “campesinos sin tierra” cuestionan la propiedad de la tierra. Lo que ocurre en el distrito de Ñacunday, en el suroriental departamento de Alto Paraná, es el reflejo de que el problema de la tierra en Paraguay no es coyuntural, sino estructural.

En abril del 2011 estalló un conflicto en Ñacunday —zona fronteriza con Brasil y Argentina, cuyas fértiles tierras son dedicadas a cultivos para la agroexportación— cuando familias sin tierra de esa localidad, agrupadas en la Comisión Vecinal Santa Lucía, empezaron a ocupar parte de la propiedad del mayor latifundista sojero del país, Tranquilo Favero, quien posee más de 1 millón de hectáreas de tierras, de las cuales 400,000 se encuentran en Ñacunday.

A fines del año se sumaron integrantes de la Liga Nacional de Carperos, movimiento de campesinos sin tierra que tiene movilizadas a casi 10,000 personas en improvisados campamentos de hule negro o carpas. Rosalino Casco, dirigente carpero, reclamó la soberanía de las tierras en disputa advirtiendo que “vamos a pelear centímetro a centímetro por esta tierra”, mientras que sectores agroganaderos y políticos conservadores acusaban al gobierno de Lugo de instigar el conflicto.

La lucha de los acampados en Ñacunday continúa. En febrero fuerzas gubernamentales reubicaron pacíficamente a los campesinos de la Comisión Vecinal Santa Lucía en los alrededores de una reserva forestal, mientras que los denominados carperos se trasladaron frente a una propiedad estatal de la cual terratenientes brasileños aseguran ser los dueños.

Falta voluntad política

Los acontecimientos de Ñacunday pusieron una vez más la situación de la tierra en el epicentro del debate en Paraguay. Por primera vez un gobierno mostraba interés por abordar la problemática estructural de la tierra en Paraguay, como facilitar tierras a los campesinos o revisar propiedades mal habidas, pero el mensaje no ha pasado de ser declarativo al no haber unidad de criterios entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial para desmontar viejas estructuras heredadas.

El senador Pereira sostiene que la situación en el campo paraguayo es un “problema político que necesita de la voluntad política de los tres poderes para empezar a discutir en un primer nivel dentro de un Estado de Derecho”.
“Ñacunday es un caso más dentro de esta problemática, teniendo en cuenta que el país está lleno de casos como este, por lo que urge realizar mensuras judiciales para identificar y dar garantía a los legítimos propietarios”, dijo.

Para Pereira, quien trabajó durante mucho tiempo asesorando a movimientos campesinos, es menester contar con “un Catastro Nacional de tierras actualizada como instrumento para identificar la irregularidad jurídica en la tenencia de la tierra. Paraguay tiene una superficie de 406,752 km², pero si uno hace la sumatoria de los títulos supera ampliamente los 500,000 km²; eso demuestra la superposición de títulos”, acusa.

Esta realidad es una muestra patente de la existencia de propiedades de hasta triple titulación, y que hacen que la propia extensión del Paraguay aumente 120,000 km² más de lo real, irregularidad en la que están comprometidos terratenientes y autoridades de los sucesivos gobiernos a partir de 1989 que recibieron millones de dólares para la realización de catastro de propiedades que nunca se concretaron.

“En toda la historia de este país la tierra se ha constituido en fuente de vida, progreso y supervivencia para sus habitantes, pero así también ha sido objeto e instrumento que ha posibilitado una sistemática violación a los derechos humanos, destrucción del medio ambiente y concentración de poder en pocas manos”, asegura Alderete Prieto. “Esta situación demuestra que la expansión de los agronegocios ligados al latifundio va destruyendo la identidad campesina e indígena, creando mecanismos de dominación y acumulación de capital. El presidente Lugo denunció en más de una ocasión que las alambradas y las pasturas de los grandes latifundios expulsan a las comunidades indígenas de sus tierras, a través de mecanismos de apropiaciones ilegales instrumentadas por la politiquería”.


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