La figura de Evita – Mario Wainfeld y Pablo Ramos

Profecías cumplidas – Por Mario Wainfeld

“Hizo política” durante poco más de ocho años, para redondear. Vivió treinta y tres, perdura sesenta años después. Las mejores frases de su formidable repertorio fueron profecías cumplidas, con los matices que imponen la crueldad y las peripecias de la historia. Dejó en el camino más que jirones de su vida. Volvió (o más bien, nunca se retiró del escenario) y fue millones. El pueblo recogió su nombre y lo llevó como bandera, no siempre hacia la victoria, pero sin renuncios ni olvidos.

El transcurso del tiempo posibilita alisar las aristas que son su esencia, hasta negarlas. Habilita que la recuperen quienes la odiaron y la odiarían si siguiera actuando. La edulcoran, la lijan, se valen de su remembranza para continuar su guerra con otros métodos.

Como a Ernesto Guevara, es posible transformarla en un mito ecuménico, a menudo bien intencionado pero diluido, despolitizado. Puede hasta ser edificante, puede ser una relectura… es una imperfección y, en algún punto extremo, una impostura.

Murieron tan jóvenes, fueron tan bellos. Sus cuerpos fueron profanados, he ahí otra rotunda parte de la verdad, imborrable. En la Argentina, las agresiones sobre su cuerpo fueron premonitorias de tantas otras, el mismo ensañamiento, hecho método. En buena medida para destruir el país y el Estado que esa mujer se había empeñado, como pocos, en construir.

Las trayectorias de Eva y de Juan Domingo Perón, del Che y de Fidel autorizan simetrías evidentes. De un lado, la figura revolucionaria quemada en su propio fuego, inmortalizada en plena juventud. Del otro, el que siguió gobernando, haciendo política, construyendo una Nación. Cimentando el estado benefactor más expandido de América del Sur o el estado socialista que desafió a la mayor potencia de la historia universal, a tiro de cañón del Imperio.

“El Viejo” y Fidel llegaron a la ancianidad, mostraron cuerpos falibles y achaques. Incurrieron en errores y contradicciones, cómo no. Y también se valieron del fuego de los héroes invictos para construir países mejores que los que encontraron, para encumbrar a clases sociales desposeídas, para honrar esos legados que también desairaron en algunos recodos del camino.

Los héroes vivieron poco, los estadistas tuvieron un recorrido extenso, raigal, aunque no exento de frenazos.

Los usos de Evita fueron innumerables, aún dentro del propio peronismo.

“Si Evita viviera/sería montonera”, coreaban los jóvenes de la JP setentista, haciendo suya su identidad contra otros sectores del movimiento, eventualmente contra el mismo Perón. En aquel 1º de mayo en que el hombre los enfrentó en la Plaza de Mayo surgió una consigna, casi olvidada, allende su expresividad: “Evita, Evita/Perón te necesita”. El Líder, diagnosticaban, había perdido el rumbo.

“Se siente/se siente/Evita está presente”, entonaron tantos, con títulos dignos para valerse de su memoria o sin ellos. Isabel Perón vociferaba esas estrofas, cuando no era sino una parodia o algo peor.

No le hace: ni las malversaciones ni la ópera rock ni la estetización a veces comercial obturan el sitio que se ganó, con prepotencia de trabajo, de pasión y de entrega.

La mínima tradición familiar del cronista, narrada por sus viejos, evoca la noche en que Evita pasó a la inmortalidad. Los padres habían ido al cine, con una pareja de amigos, antiperonistas como ellos. Se suspendió la función, volvieron a su casa a tomar un café con masas. Encontraron a su hijo de tres años llorando a mares. Tuvo que pasar un tiempito para que asumieran que hacía suyo el dolor de la empleada doméstica, que había escuchado la radio. La anécdota sólo vale porque no fue una rareza, sino esa suerte de parábolas que suele prodigar la realidad. Ernesto Sabato contó algo parecido en uno de sus variados ejercicios introspectivos que ensayó sobre el primer peronismo. El ex canciller Rafael Bielsa tuvo un recuerdo similar unos años ha.

Años después, el cronista entre tantos de su edad y su clase social recogió ese nombre y lo llevó como bandera.

Se sigue debatiendo si aquel peronismo fue clasista, plebeyo o conciliador, si hizo la audaz reforma posible (a trompicones, con claroscuros) o si se trató de un gatopardismo o un bonapartismo… El rol de Eva, consagrado por los suyos o por quienes la enfrentaron, supera el entredicho. Fue la Abanderada de los Humildes, no porque ella lo proclamara, sino porque la ungieron.

Ayer mismo, a seis décadas vista conmovían los recuerdos de los oyentes de las radios. Remembranzas propias, reflejos de lo que contaron los mayores. En Radio Nacional se dejaron oír la hija de un dirigente radical de esa etapa que le dijo que esas eran horas de duelo porque “nuestros enemigos son los conservadores”. O de otra mujer, cuya madre hizo el plantón en el adolorido e interminable velorio aunque no era peronista y que le dejó como enseñanza “amar a Evita y odiar a los curas”. Y, claro, la pléyade de los que definieron una identidad política a partir de las realizaciones y el potencial simbólico de esa fuerza que irrumpió en la historia sin pedir permiso. Como los que el 17 de octubre se adueñaron de la Plaza que posiblemente no habían pisado nunca antes. O como esa mujer, que eligió ser Evita y se hizo cargo de los deberes y de las consecuencias.

Sesenta años, simplificando, son dos generaciones. Una se crió en la reinstalación democrática, un cambio cualitativo deseable que torna más remoto el pasado y resignifica épicas o épocas irrepetibles. Nada hay de nocivo en eso: la alternancia, la convivencia, el fluir de las instituciones, el ritmo más cansino de la etapa imponen sus reglas y sus matices.

Sin renegar de ese escenario, es válido y necesario que las instituciones honren a quienes fueron líderes populares de distintas banderías. Hay quien pregona que hay que esperar un remoto e imposible veredicto histórico, una suerte de referato indubitable que jamás llegará. Como Yrigoyen, Perón, Raúl Alfonsín o Néstor Kirchner los homenajes deben llegar pronto, aunque no haya unanimidad. Máxime en una era signada por lo inmediato, por una relación diferente con el tiempo, con una urgencia que es vano rechazar porque viene con el paquete.

Son bienvenidos, entonces, las calles o los billetes o los retratos enormes en la Avenida 9 de Julio. De cualquier forma, imagina subjetivamente el cronista, Evita no se deja encasillar del todo en esos formatos institucionales. Al fin y al cabo, jamás tuvo un cargo aunque pudo ser vicepresidenta si el encono de sus enemigos no se hubiera hecho valer.

Pero tal vez, malogrado el valorable esfuerzo de historiadores, escritores de ficción o ensayistas, cineastas o dramaturgos, nadie haya podido pintarla como Leonardo Favio. Una escena de Sinfonía de un sentimiento la muestra con una multitud de españoles que la ovacionan durante su famosa gira. Son todos menudos, flaquitos, como tantos que migraron para acá. Eva –hermosa, con el pelo al viento, ataviada con un tapado presumiblemente caro (horror)– los saluda o arropa, moviendo sus brazos como alas. Nadie como Favio para cifrar a ese peronismo y a Evita. En parte, porque su genio es único. Y en parte, tal vez, porque para desesperación de académicos, relatores cartesianos o cronistas bien intencionados, sea imposible retratarla bien sin haberla amado o amarla.

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Para no estar tan solo – Por Pablo Ramos

Tal vez yo, que estuve con los trotskos del PO y fui parte del grupo de muchachos que fundaron el local de Avellaneda (allá por los últimos años de la dictadura), me haya vuelto peronista no sólo para seguir el mandato de mi padre y mi padrino, sino para sentir que ya no estaba más solo.

Y se trata un poco del famoso poema de Muhammad Ali, ¿recuerdan? Ese que compuso oralmente, frente al desafío de un estudiante blanco en una universidad blanca, luego de salir de la cárcel por negarse a ser carne de cañón en Vietnam. Salió sin nada (ni siquiera le habían dejaron la licencia para poder boxear) pero salió más entero de lo que había entrado. Y tengan en cuenta que había entrado bien entero. Lo que no te mata te fortalece, dicen las abuelas, y habrá de ser.

Entonces, para entender, y luego para dar a entender de dónde viene mi peronismo, les voy a contar dos historias. Una que tiene como protagonista a mi padre, y otra a mi querida hermanita, que murió el reciente diciembre del nefasto año pasado.

Campeón del amor

Mi padre tendría ocho o nueve años cuando, para la semana de reyes del año 50 o del 51, una caravana presidida por Eva Perón se detuvo en la esquina de Av. Mitre y Salta, justo debajo del viaducto de Sarandí. Cualquier persona que provenga de una familia de trabajadores, y recuerde sus sentimientos de niño, sabe cuál es el juguete más preciado y más difícil de meter en los zapatos de los reyes obreros, por más pastito y agua que se les ponga. Ese juguete es la bicicleta. Me contó mi padre que, abriéndose paso entre la multitud de piernas y los niños alzados que trataban de llegar al camión de bomberos acondicionado especialmente para Evita, repetía una frase como un rezo: “una bicicleta, señora, una bicicleta”. Al ver que se le hacía imposible llegar, y ante el miedo de que la caravana se pusiera en movimiento nuevamente, mi padre empezó a agitar las manos. Y ella, que había nacido para mirar lo que pocos quieren ver, lo señaló a él, a mi padre.

–Sentí, a mí me señaló, ¿entendés?

Claro que lo entendí. Como Caruso señaló a Fitzcarraldo, en la película Fitzcarraldo. Y aunque no se lo dije a mi papá, ahora se lo digo a ustedes: él habrá sentido lo mismo. Y fue entonces que bajó un muchacho (un ropero, dijo mi padre), uno de esos de la CGT que siempre la acompañaban a ella, lo alzó y lo llevó al encuentro del hada de los pobres.

–Una bicicleta, señora –dijo mi padre–. Para mí y para mis hermanos.

Ella lo miró con ternura. Y lo que me contó mi padre, que no puedo reproducir porque tal vez no sea lo suficientemente escritor para hacerlo, es la diferencia entre esa ternura y la lástima. La exacta diferencia existe entre sentir al otro ajeno o al otro propio. Y acá entra el poema: “Me: We” fue lo que dijo Muhammad Ali en esa universidad blanca del sur de los Estados Unidos. Pero Evita se había quedado sin bicicletas. Y se lo dijo al niño que era mi padre, a la vez que levantó en sus manos un par de patines nuevos.

–No me quedan más bicicletas, negrito –le dijo–. Salime campeón con esto.

Lo impresionante de la historia es que mi papá, que nunca había soñado en andar en patines, salió campeón en los torneos Evita de ese mismo año, seis meses después de esa caravana y de ese deseo casi cumplido. Y ganó la medalla que encontré este fin de año y que es la foto que aquí les mando. Tiempo después, unos años antes de que mi padre muriera, cuando me contó esta historia, le pregunté cómo es que en tan poco tiempo había aprendido a patinar y había salido campeón. Mi padre respondió algo que, creo yo, era la esencia de su peronismo.

–No sé. Me lo había pedido ella.

Los que están rotos

La historia de mi hermana tiene que ver con un día del niño y una fábrica de alfajores muy famosa de la ciudad de Avellaneda. El dueño de esa fábrica me lo contó hace unas pocas semanas (todavía me causa escozor escribir la frase “en el velatorio de ella”).

Resulta que mi hermana presidía un club llamado “Brisas del Plata”. El club que antes había presidido mi padre, en el cual nos criamos sanamente todos los pibes del viaducto. Un club que estuvo a punto de desaparecer en cada etapa neoliberal que atravesó el país y que, como tantos otros clubes de Avellaneda, fue recuperado por un gobierno peronista. Mi hermana era una persona muy importante para su comunidad, para su barrio, para los chicos de su barrio. Su barrio es mi barrio. Y resulta que todos los días del niño, todos los reyes y todos los 17 de Octubre se encargaba de organizar chocolates, meriendas, juegos, proyecciones de películas y todo tipo de actividad, para entretener a los chicos y darles un momento de felicidad, tratando de formar esa conciencia, esa idea casi nunca expresada en palabras, que es la esencia del ser peronista. La idea de que el yo tiene que convertirse en nosotros. Y para esos festejos Verónica preparaba todo, y lo hacía a plena voluntad de locomotora. Cortaba la calle sin pedir permiso en la municipalidad, alquilaba caminatas lunares o castillos inflables con plata de su propio sueldo, mangueaba leche, pan, dulce, juguetes de manera a veces prepotente a los comercios del barrio. La prepotencia de mi hermana era una prepotencia del amor. No apretaba a la gente, más vale, sino que los ponía con pocas palabras en una chicana moral, y la única manera de salir era donando algo. Y acá viene lo que me contó el dueño de la fábrica de alfajores, abajo, en las puertas del velatorio, en un momento en el cual yo no me animaba a entrar a ver todo eso que estaba en un cajón y que se me hacía imposible pensar que podía estar ahí adentro.

–Hay una cosa que aprendí de tu hermana. Te lo quería decir a vos, que sos escritor. La primera vez que ella vino a pedirme alfajores, para un día del niño, me acuerdo que la hice esperar bastante. No a propósito, sabés. Sino porque estaba enquilombado de cosas. Quilombo con el sindicato, ya sabés lo que es tener una empresa.

Yo lo sabía, había tenido varias empresas, pero no le dije nada.

–Cuando tu hermana me contó cuántos chicos eran, más de cien, a los que al menos le tenía que sumar un adulto que los acompañaba, le dije que no había problema, que había muchas cajas de alfajores rotos o mal envueltos. Que podía llevárselos todos. Ella se me quedó mirando y no dijo nada. Me miró con esa cara que miraba, ya sabés.

Yo sabía, seria le iba a decir, pero no le dije nada.

–¿Necesitás algo más? le dije. “Necesito los alfajores sanos” –dijo tu hermana–. “Rotos ya tengo a los pibes”. Y por supuesto que no solo se los di, sino que también senté un precedente para que viniera por alfajores todos los años.

Ya no va a venir más, pensé. Pero no le dije nada.

–Ya no va a venir más –dijo él–, y se fue.

Igualmente los pibes de mi barrio pueden quedarse tranquilos por dos cosas. Mi hermana dejó hijos y sobrinos que siguen el mismo camino. Me dejó también a mí, que trato de seguir ese camino. Y mucho más importante que a mí, a mi cuñado Juan José, el Pirri. Y si sueñan con una bicicleta, y no se la pueden comprar, le mandan una carta al intendente de Avellaneda y el sueño obrero se va a hacer realidad. Como allá, en el 50 o 51, un año antes de que muriera Evita, la primera mujer que nos mostró la diferencia entre decir Yo y sentir Nosotros.

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