La contemporaneidad del discurso emancipador de Miranda

Por Carmen Bohórquez (*)

Los pueblos de la América Latina y del Caribe se encuentran hoy ante una encrucijada de tanto peso sobre su destino futuro, como lo fue la que estos mismos pueblos enfrentaron hace doscientos años, al tener que decidir entre ser verdaderamente libres o permanecer sujetos al dominio español. En aquel entonces, la situación de dominación sólo se hizo factible cuando los patriotas americanos comprendieron, en primer lugar, que estaban siendo pisoteados en su dignidad esencial de pueblos diversos y por tanto, sujetos de derechos como cualquier otro, y, en segundo lugar, que sólo conjugando los esfuerzos de todos y unificando propósitos, podrían conquistar la ansiada libertad y fundar una patria soberana.

En la conformación de esta conciencia del hecho colonial, de la subsecuente necesidad de la emancipación y de la imprescindible unión tanto para conquistarla como para consolidarla, jugó un papel fundamental un venezolano cuya vida y obra estamos obligados a reivindicar, en tanto fue el primero en tener clara conciencia del ser americano y del derecho inalienable de los pueblos a decidir su propio destino: Francisco de Miranda.

De hecho, tan temprano como 1783, Miranda ya tenía muy claro que las colonias hispanoamericanas no podían seguir estando sometidas a los dictámenes de un poder extranjero y que era imprescindible que al igual que otros pueblos del mundo, se hicieran no sólo libres sino también dignos de ocupar un lugar preponderante en el concierto de las naciones. Y tal cosa únicamente sería posible, como constantemente lo reafirmaba, mediante la unión de los americanos de todas las latitudes, sin diferencias de origen social o del color de piel.

No concebía Miranda la América meridional sino libre e integrada en una sola nación. Una nación cuyo territorio habría de extenderse desde la ribera sur del Mississipi hasta la Patagonia y para la cual, como sabemos, forjó el nombre de Colombia.

A esta empresa de lograr la independencia y la integración de las antes colonias hispanoamericanas en una sola nación continental consagró Miranda todos sus esfuerzos y su vida entera. Fue con este propósito que se dedicó durante más de veinte años a tratar de obtener apoyo financiero y militar para armar una expedición contra el dominio español en América. Y cuando los hechos le demostraron que ninguna potencia le daría ese apoyo, decidió emprenderla por sus propios medios, convencido como estaba de que la libertad de nuestra América era ya impostergable y que sin ella, nuestra existencia sería ficticia.

Si bien su quijotesca expedición, que contó inicialmente de sólo tres naves y 200 hombres, no logró su objetivo en el momento, sí mostró que el imperio no era invulnerable y que había suramericanos que pensaban distinto y que estaban dispuestos a dar la vida por la libertad de su patria; por la libertad de esa Colombia ideada, en la que los hombres y mujeres de nuestra América podrían vivir para siempre unidos, en la plenitud de sus posibilidades creadoras.

Para esa Colombia, para garantizar que ese proyecto de libertad tuviera desde el comienzo bases sólidas sobre las que asegurar su permanencia en el tiempo, Miranda se dedicó a construir modelos constitucionales y a dibujar los caminos políticos que llevarían hacia su plena realización, hacia la forja de una patria nueva que estaría construida sobre los cimientos de los valores y costumbres de las culturas originarias, pero también, y por qué no, de otras costumbres y estructuras que se habían ido conformando durante los tres siglos de interrelación cultural entre las tres raíces de nuestra americanidad.

Y puesto que tal cosa ocurriría desde el sur del Mississipi hasta la Patagonia, Miranda no podía sino pensar en un proyecto político que abarcara toda esa extensión, pues un pasado de opresión común sólo podía superarse con un proyecto de liberación común. Se trataba de la misma tierra, de la misma patria americana, de la misma historia. Y fue ese sentido de patria grande, de amor a esa patria, por la que vivir era un mandato y “morir, dulce y honroso”, el que impulsó sus acciones liberadoras y lo llevó a emplear todos sus recursos imaginativos e intelectuales para diseñar el mejor y más adecuado modelo constitucional que garantizara lo que siempre consideró eran los fundamentos de ese proyecto histórico de libertad: identidad, independencia e integración.

Todo esto forma parte del legado de Miranda, de un legado que está allí a la mano en sus Archivos, hoy digitalizados; esos que tuvo tanto cuidado en organizar y sobre los cuales dispuso que reposaran en su ciudad natal para que sus compatriotas conocieran de sus esfuerzos por la libertad, pero quizás adivinando también que de no consolidarse en ese momento la independencia, nos sirvieran luego, como nos están sirviendo, para fundamentar nuestra acción presente ante el mismo reto al que se enfrentó Miranda: poner fin a la actual dominación imperial que pretende impedirnos ser en la plenitud de nuestra esencia humana.

De modo que a 202 años de su muerte, se hace necesario reivindicar a quien realmente inició el proceso de las luchas definitivas de independencia respecto al imperio español. Sabemos que este camino no fue fácil ni corto. No lo fue para Miranda, ni lo fue para Bolívar ni para ninguno de nuestros padres y de nuestras madres libertadoras.

En el caso de Miranda, ese camino estuvo lleno de traiciones y desesperanzas; y no sólo tuvo que enfrentar la falta de recursos financieros o a los vaivenes de la política europea, sino fundamentalmente algo que, dada la anticipación con la que Miranda tuvo conciencia del hecho colonial, debió costarle mucho entender y aceptar: el tener que convencer a sus propios compatriotas de la necesidad de la independencia; convencerlos de que con todo y los títulos de nobleza que pudieran exhibir, lo que vivían no se diferenciaba mucho de la propia esclavitud y que era por tanto necesario recuperar la libertad originaria.

Esta dificultad lo llevará a desarrollar un pensamiento anticolonial de extraordinaria vigencia hoy día, y sobre el cual queremos hacer algunas reflexiones que no sólo valen como homenaje a Miranda en este día, sino que pueden ser además muy útiles; en particular si tenemos presente que la esencia de los imperios no ha cambiado desde el imperio romano hasta el estadounidense, como tampoco ha cambiado el hecho colonial a pesar de sus nuevos ropajes.

En este sentido, debemos subrayar la labor deconstructora del discurso colonial que Miranda asume como urgente e imprescindible tarea en la realización de su proyecto emancipador y que guarda una sorprendente similitud con retos similares que debemos enfrentar hoy con igual urgencia. Así, por ejemplo, Miranda va a poner todo su empeño en demostrar las trampas conceptuales y la insostenibilidad del discurso de la dominación, pues comprende claramente que en tanto sus compatriotas no se hicieran conscientes de la negación ontológica que implicaba el estar sujetos en pensamiento y obra a designios ajenos, no podrían jamás no sólo independizarse sino, más que eso, realizarse plenamente en su propia esencia humana. Es decir, entiende que la colonización política y económica se hará eterna en la medida en que las mentes se mantengan colonizadas, en la medida en que se acepte acríticamente el discurso del colonizador y se asuman como propios los valores y símbolos que ese discurso conlleva.

Esta conciencia del hecho colonial es muy temprana en Miranda, como lo prueba la argumentación que presenta en 1790 a William Pitt, para intentar convencerle de que apoye su proyecto emancipador: la América española, le dice, tiene necesidad de que Inglaterra “le ayude a sacudir la opresión infame en que la España la tiene constituida”. Esta sencilla frase encierra dos de los mayores aportes de Miranda al pensamiento emancipador: por una parte, es la primera vez que se plantea la emancipación como un proyecto continental y es también la primera vez que se asume como causal de insurrección no un hecho circunstancial, sino una razón esencial: América ha sido constituida como oprimida; opresión que se manifestaba no sólo en los actos de represión violenta por parte de la Corona ante cualquier intento de rebelión, sino también en la negación de todo derecho posible a sus  habitantes, incluido el del conocimiento:

“… verificándose así el tenerlos (a los americanos) aprisionados sin causa, ni motivo alguno! – y lo que es más aún, oprimir también el entendimiento, con el infame tribunal de la Inquisición, que prohíbe cuántos libros o publicación útil parezca capaz de ilustrar el entendimiento humano, que así procuran degradar, haciéndolo supersticioso, humilde y despreciable, por pura crasa ignorancia”.

Esta afirmación de Miranda constituye sin duda la primera expresión de la conciencia del hecho colonial; entendido éste, ya no como limitación de derechos particulares, sino como negación de todos aquellos derechos esenciales que en tanto seres humanos tienen los americanos. En otras palabras, se trata de la negación del ser americano mismo.

Establecida y hecha consciente esta condición colonial, Miranda se plantea entonces como un imperativo la negación de dicha negación, es decir, la afirmación del derecho a la rebelión:

“En esta situación, pues, la América se cree con todo derecho a repeler una Dominación igualmente opresiva que tiránica – y formarse para sí un gobierno libre, sabio y equitable (sic); con la forma que sea más adaptable al País, Clima e Índole de sus habitantes.”  

Pero Miranda no se conforma con afirmar el derecho que tiene todo pueblo a ser libre, sino que comprende también la necesidad de fundamentarlo teóricamente, examinando y contraponiendo argumentos capaces de invalidar los posibles alegatos de España ante esta pretensión de emancipación. En ello se mostrará como un gran conocedor del Ius Gentium (Derecho de Gentes), tanto de sus fuentes mismas como de sus más modernos aportes. En particular y aunque la consideraba risible, va a refutar una tesis surgida en el siglo XIII, según la cual el Papa, como representante de Cristo en la tierra, había heredado de éste no sólo jurisdicción espiritual, sino también los derechos de propiedad sobre todas las tierras del mundo, incluidas las de infieles y paganos, por lo que, en consecuencia, podía luego cederlas a quien mejor le pareciera.

A pesar de que pueda parecernos una argumentación absurda, no puede negarse que para el siglo XVIII la misma seguía teniendo vigencia entre europeos y americanos, en tanto se consideraba una natural derivación del incuestionable poder temporal universal del Papa. Y esta tesis medieval derivada del imperium mundi que el Papa ejercía por derecho divino, le permitía a España no sólo alegar – por ser concesión papal – propiedad legítima sobre América, sino, más que eso, atribuirle a la misma un cierto carácter sagrado, lo que convertía de antemano en herejía cualquier cuestionamiento al ejercicio de este dominio. Si a esto agregamos el carácter salvacionista tras el que España va a ocultar el genocidio y los excesos cometidos en el proceso de conquista y colonización de América, no resulta evidente que la generalidad de los americanos pudiera desechar sin más este argumento.

En todo caso, Miranda se opondrá abiertamente a estas tesis y, en su lugar, defenderá la de una comunidad internacional basada no en un imperium mundi que se pretende necesario, perpetuo e inmutable, sino en la interdependencia de Estados soberanos que acuerdan someterse a los mismos derechos y obligaciones, esto es, a un Derecho de Gentes que es universal, evolutivo y contingente. Bajo esta concepción, todo pueblo preserva el derecho inalienable a la libertad y a la autonomía y, en consecuencia, el derecho a combatir por todos los medios a su alcance a quien quiera mantenerlo en un estado de opresión y tiranía.

Pero hay más: la demostración de la ilegitimidad del estatuto colonial y la fundamentación del derecho a la rebelión como vía para recuperar la plena libertad, no sólo constituyen para Miranda dos caras de la misma moneda, sino dos tareas en las que es necesario avanzar simultáneamente. Tan necesario es hacernos conscientes de la situación de dominación y desmontar los mecanismos mediante los cuales se pretende eternizar el estado de cosas que le asegura su permanencia, como fundamentar y llevar a la práctica las acciones revolucionarias que permitirán a los pueblos dominados recuperar su autodeterminación y afirmar su dignidad y su libertad.    

A este respecto, la Proclama a los Pueblos del Continente Colombiano (Alias Hispanoamérica), escrita en 1801, constituye tal vez uno de los documentos más importantes de ese primer decenio del siglo XIX que precede a la Independencia. En ella, Miranda no se contenta simplemente con analizar y refutar los diversos argumentos esgrimidos por España para justificar su dominio sobre América, sino que muestra también la inmoralidad de la acción : al ocupar las tierras americanas, España – hoy podríamos decir Estados Unidos – no sólo estaba cometiendo un acto injusto e ilegítimo contra el pueblo al que “ataca, oprime y mata”, sino también contra su propio pueblo “invitándole a la injusticia, y para con el género humano, cuyo reposo perturba y a quien da un ejemplo pernicioso. En este caso, el que hace la injuria está obligado a reparar el daño, o a una justa satisfacción, si el mal es irreparable”, y por tanto, dice, la única satisfacción justa que España puede ofrecer es “la evacuación inmediata de sus tropas del continente Americano y el reconocimiento de la independencia de los pueblos que hasta hoy componen las colonias llamadas hispanoamericanas”. La similitud con la situación presente salta a la vista.

Justificado el derecho a la rebelión y a fin de acelerar esa revolución que considera impostergable, Miranda desarrollará, paralelamente a sus negociaciones con los posibles aliados, una intensa campaña epistolar y editorial dirigida a sus compatriotas de todo el continente, enviará agentes por doquier, hará circular papeles que los españoles calificarán de “incendiarios”, entre ellos la Carta a los Españoles americanos, de Viscardo. Su énfasis estará siempre puesto en marcar la diferencia casi ontológica entre americanos y españoles; en mostrar que no sólo los indígenas eran víctimas de la opresión, sino también los propios criollos; en reiterar que la libertad y la soberanía de los pueblos eran derechos esenciales y por tanto indelegables; que los más grandes pensadores eran unánimes en condenar la tiranía ejercida por una nación sobre otra y por si acaso ninguno de estos argumentos lograba hacer reflexionar a los criollos, insiste en señalarles también lo prósperos que podían llegar a ser si los cuantiosos recursos de América, en lugar de ir a enriquecer “a unos extranjeros codiciosos” se quedaran en manos de sus propios naturales:

Esta estrategia comunicacional alcanza quizás su mejor expresión con la publicación del periódico El Colombiano, publicado cada 15 días entre marzo y mayo de 1810, y el primero de corte independentista que se publicaba en Europa. Vale destacar que El Colombiano constituyó en sí un verdadero esfuerzo de información alternativa contra la rígida censura y que con su envío, clandestino por supuesto, a las diversas provincias de América se pretendía no sólo proveer a los americanos de una información objetiva y veraz de lo que realmente estaba ocurriendo en España, sino que se intentaba también, a través de la deconstrucción del discurso oficial, mostrar los mecanismos mediante los cuales el imperio pretendía seguir enajenando la voluntad de sus siervos de ultramar. De hecho, se puede documentar su recepción desde México a Buenos Aires, e incluso Río de Janeiro.

Si Miranda es Precursor lo es fundamentalmente por su temprana conciencia del hecho colonial y por saber asumir esa condición no como un destino impuesto o una situación a la que bastaba enmendarle ciertas deficiencias para afianzar los propios privilegios, sino como una negación ontológica y un desafío ético que exigía de los americanos asumir el riesgo de la libertad plena. Miranda mostró muy bien que la resolución del dilema colonialismo – independencia no se resuelve con simple reformas, sino con revolución total.

Impregnémonos, pues, de la fuerza de las ideas de Miranda para consolidar esta lucha inacabada por la libertad y la unidad de nuestra América. Es el mejor homenaje que podemos rendir a este hombre que, al mando de un pequeño grupo de soldados improvisados, al que bautizó “Ejército del Pueblo Libre de Sudamérica”, desembarcó en suelo americano el 3 de agosto de 1806, izando por primera vez una bandera tricolor que representaba la libertad y mostrando con su acción que el camino hacia la independencia y la integración de Nuestra América eran posibles. Cinco años más tarde, Venezuela se declarará independiente y en 13 años más, el último ejército imperial será derrotado en Ayacucho por la fuerza unida de patriotas venidos de todas las regiones de ésta Nuestra América.

Tenemos el compromiso histórico, el compromiso ético, el compromiso político de hacer que en adelante nuestra historia sea sólo historia de pueblos emancipados, de pueblos que escriben su propia historia; una historia que no será sino la concreción de la que se comenzó a escribir con el primer grito de libertad ante el invasor y en la que Miranda, como lo temía la corona española, se hizo la chispa que inició el incendio final de la pradera.

*Doctora en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos (Universidad de la Sorbonne Nouvelle, Paris III). Profesora Emérita de la Universidad del Zulia, Venezuela


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