Chile: La economía de la enfermedad y la muerte – Por Paul Walder

Por Paul Walder *

El caso de la bahía de Quintero lo ha demostrado: El modelo chileno y sus altas tasas de rentabilidad sólo puede mantenerse y crecer bajo una institucionalidad que tolera la explotación, humillación, enfermedad y muerte.

Algo como un déjà vu envuelve el incidente que sufrió Sebastián Piñera a inicios de esta semana en la contaminada Bahía de Quintero en plena crisis de contaminaciçón atmosférica por las emanaciones de gases tóxicos industriales. Entre 2010 y el 2012, durante los años iniciales de su primer gobierno, episodios similares envolvieron la agenda política: protestas en Punta Arenas, en Coyhaique y en todo Chile contra el proyecto Hidroaysén. Pese a su diferencia temporal y espacial, incluso en su origen más directo, en todos los episodios hay al menos dos líneas que se encuentran: los efectos en los territorios, ambientales y sociales, de un modelo de crecimiento amparado por los gobiernos de al menos los últimos 30 años y gozado por las elites que ampara la clase política.

El episodio de Quintero, es, probablemente, la mayor y mejor expresión de la gran paradoja del modelo chileno. La torpe visita de Piñera a la zona no hizo más que detonar un polvorín social que se reproduce en múltiples territorios y áreas. Caso aparte es la nula visión de sus asesores al no prever que la presencia del presidente, en una sociedad totalmente mediatizada y cruzada por las redes sociales, sería la oportunidad que tendría esta desesperada comunidad para hacerse notar.

El problema trasciende en varias capas y todos sus espesores al asunto de gobernabilidad. Este y todos los anteriores gobiernos tienen sobrada experiencia en controlar la rabia ciudadana. El mismo Piñera, con más o menos desgaste, pudo administrar durante su pasado gobierno la batahola de Punta Arenas y de Coyhaique, o hace menos tiempo Michelle Bachelet la crisis sanitaria en la Isla de Chiloé provocada por un virus en las plantas de la industria salmonera. Pese a todas las protestas y la crisis ambiental y social, el orden económico sigue intacto y en crecimiento. Y de forma alternada, siguen también gobernando desde hace décadas las mismas elites.

Decimos que el evento de Quintero es una expresión de la paradoja del modelo económico chileno. Ciudadanos que votan por la derecha, que avalan y también aprecian el mercado desregulado como productor de bienes y apertura al consumo, rechazan los efectos de las industrias en sus territorios. Las empresas contaminantes son su fuente de alimentación, su acceso al consumo, y representan también la explotación y la enfermedad.

La paradoja también se expresa en la necesidad laboral, de subsistencia, y sus efectos en la salud. Una contradicción que es humillación y destrucción. El trabajador y residente de una de estas zonas de sacrificio sufre en su malograda vida esta tensión propia del capitalismo extremo.

El caso de Quintero es el detonante, es la muestra de toda esta tensión inherente al modelo económico chileno. Por eso, no es un caso aislado. Este mismo repudio al gobierno, a la institucionalidad, a las elites, se extiende a localidades rurales colindantes con criaderos de cerdos, a los pescadores artesanales marginados de sus actividades por la gran industria extractiva a residentes de ciudades que ven despojados sus derechos a la tranquilidad con el paso de autopistas de alta velocidad. Es un compendio de quejas que emerge de un malestar en latencia en los bordes del riesgo y la tolerancia.

La furia ciudadana no se explica simplemente por la intervención salvaje de la naturaleza, la que es depredada no por los gobiernos, sino por el sector privado. Si hoy toda la ira recae sobre el gobierno de Sebastián Piñera, el principal blanco de las críticas es la institucionalidad política y económica sobre la que gravita este gobierno. Porque tras las empresas responsables de la contaminación y la enfermedad, lo que hay es una institucionalidad que se ha apoyado desde hace décadas en las decisiones del sector privado, las que toma bajo la consagrada ley del libre mercado.

Todos los gobiernos de la transición certificaron las políticas económicas instauradas por la fuerza durante la dictadura militar. Sobre esa institucionalidad, que allanó el terreno para la instalación del modelo neoliberal, ha surgido el Chile actual, un país en que unas cuantas grandes corporaciones tienen el control de toda la producción y los servicios. Un dominio ubicuo, que ha convertido a la clase política en sus representantes en el Congreso y en el Ejecutivo, y que mantiene a toda la masa de ciudadanos en consumidores cautivos de sus servicios, productos, precios, tarifas e información. En este diseño, que es también una red de empresas de diferentes rubros y sectores relacionadas o asociadas, aparece la generación de energía, que puede ser Endesa, Enap o cualquier otra.

Tras el triunfo de Piñera en las elecciones presidenciales del 2009 no pocos observadores auguraron un próximo aumento en la movilización social, vaticinio entonces cumplido y hoy reproducido en su segundo mandato. Los anunciados “tiempos mejores” son y serán para sus electores una continuidad de las políticas instaladas hace varias décadas.

La paradoja citada, entre la aparente fruición nacional por el supuesto éxito individual y el premio del consumo, un imaginario instalado por los aparatos de propaganda y marketing institucional y electoral, tiene su contracara en los costos, que van desde la explotación laboral, los créditos usureros y, por cierto, la degradación ambiental de la industria extractiva y energética.

Una paradoja que hasta el momento mantiene su propio equilibrio. Un momento, hasta ahora precario aun cuando contenido, que tenderá, tarde o temprano, a desbarrancarse. El modelo chileno y sus altas tasas de rentabilidad sólo puede mantenerse y crecer bajo esa institucionalidad que tolera la explotación, humillación, enfermedad y muerte.


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