Son las siete treinta de la noche. En abril, el aire seco de la tarde se trae la floración. Una camioneta negra de vidrios ahumados pisa los restos de los árboles, rompiendo con toda estética natural. Da vueltas por el estacionamiento de las residencias Ciudad Tavacares en Barinas. Es el día 20 del cuarto mes del 2017.

La segunda vez, dos hombres se bajaron de la misma camioneta y subieron hasta el apartamento de Jairo Ortiz, ubicado en la torre 16. Trataron de abrirlo. Los vecinos se guardaron expectantes, los veían por la mirilla de sus puertas. Alguno se atrevió a hacer ruido para espantar. Los intrusos aceleraron su trabajo, pero la cerradura sin mayor resguardo, no cedió.

Ortiz estaba por tercera vez en Caracas. Visitaba la Defensoría del Pueblo, donde le prometieron ayudarlo a dilucidar por qué un efectivo del servicio de tránsito de la Policía Nacional Bolivariana, de nombre Rohenluis Leonel Mata Rojas, había disparado directo al corazón de su hijo Jairo Johán Ortiz Bustamante, el 6 de abril frente al establecimiento ‘Lady Pan’, en Montaña Alta, municipio Carrizal, durante el sexto día de las llamadas “Guarimbas”, iniciadas en los Altos Mirandinos. Su hijo no hacía parte de las manifestaciones y sería el primero de 142 víctimas mortales durante los cuatro meses que duraron las protestas en Venezuela.

El padre no pudo estar cuando dos extraños intentaban irrumpir en casa, porque ese día se entrevistaba con la directora regional de la defensoría para el estado Miranda, Beysce Loreto Duben.

Firmó todos los poderes que autorizaban a la funcionaria para iniciar las investigaciones sobre el asesinato -y el asesino confeso- de su hijo. Según le dijeron al padre de la víctima, la Fiscalía General, antes en manos de Luisa Ortega, había engavetado el caso de Jairo. En cambio, ellos (las nuevas autoridades) “sí lo ayudarían”.

Jairo regresó a Barinas.

Antes lo habían llamado de Vicepresidencia, por lo mismo. Iría a Caracas. Conversaría en una lujosa oficina sobre lo ocurrido. Otra vez su propio corazón pasaba por el tubo oxidado de la muerte. El padre sólo les pidió que lo acercaran a la tumba de su hijo, ubicada en el Cementerio El Monumental de Tejerías. Se desvivieron en síes.

No investigaron, tampoco lo conducirían al cementerio.

Nadie pudo llevarlo de vuelta a su hijo.

En Ciudad Tavacares, Jairo padre pudo constatar que habían forzado la cerradura y apalancado la puerta contra el marco de la entrada. Un vecino atestiguó aquello y ese momento se apilaría sobre tantos otros, que en adelante ha vivido.

Quince viajes haría de Barinas a la capital para múltiples entrevistas y quince veces se devolvería, sin ninguna respuesta en las manos.

Durante aquella travesía, dos veces le pondrían fecha al juicio: reunía efectivo vendiendo objetos personales, compraba los pasajes, iba a Los Teques y una vez en el tribunal le decían que “no había entrega”, por tanto no había ni presentación, ni juicio.

La fiscal asignada jamás lo volvió a contactar. Él llamó. Y, por más que insistía, le decían que por teléfono no podían verificar si era el padre de la víctima. Pidió que lo llamaran, pero nunca ocurrió.

¿Ante quién denunciaba, ahora que además lo perseguían? ¿Si son incapaces de resolver el caso con el asesino confeso detrás de las rejas, cómo aclararían el forcejeo de la puerta de su casa?

No especula sobre quiénes pueden estar detrás de lo que califica como “amedrentamiento”.

La polarización política lo colocó en un limbo. Las personas partidarias del gobierno desdeñan su caso porque según, se trata de la muerte de “un guarimbero” (*). Y, los conocidos, militantes de la oposición, lo señalan de “vender la memoria de su hijo (por un millón de dólares) al gobierno”.

Después de que declarara en medios oficiales, Jairo Ortiz fue marcado. No fue suficiente con el sufrimiento de perder a su hijo, sino que para el momento también fue un objeto de guerra, entre dos frentes irracionales. Y él no supo bajar la cabeza, sino que se peleó con todos.

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En Barinas la floración menguó. Cayeron los mangos. Llovió, llovió mucho. Las protestas pasaron de oscuras a muy oscuras. Grupos opositores de choque identificaban a sus propios vecinos, como en el resto del país, y los asediaban. Llegaron a envenenar el agua de un tanque que surtía una comunidad donde habían niños recién nacidos, a los que se les cercaba con el distintivo de ser hijos de chavistas, hasta el punto de impedir a una madre llevar a su hija a un hospital, por ejemplo. Una mujer que iba a su trabajo, fue víctima de un asesinato, porque parecía chavista, y así más de cien casos, la mayoría ajenos a las protestas.

Jairo Ortiz es informático y trabaja como ‘Programador 2’ para el Ministerio de la Defensa, en el Pabellón Militar en Barinas, Hospital Luis Razzetti. Durante su calvario, debía solicitar permisos, recurrir a sus vacaciones y en el trabajo requerían explicaciones sobre las entrevistas ofrecidas.

En el interín, enfermó. Su cuerpo se deterioró, pero sobre todo su mente.

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3:30 AM. Se despierta, como casi todos los días, de un sobresalto.

A esa misma hora, la madrugada del 7 de abril de 2017, Carolina Bustamante que entonces vivía en Aruba, logra contactarlo. Lo llama para anunciar la peor noticia que cualquier madre puede dejar salir de su boca: mataron a Jairo Johán, el hijo de ambos.

Jairo no puede creerlo. Se niega a creerlo. Siente que se ahoga. Carolina cree que se cayó la llamada. Cuelga.

Después de constatar que no se encontraba en una pesadilla, se dedicó a tratar de salir de Barinas. Y, luego de que el autobús se accidentara dos veces en la ruta, pisó el terminal de pasajeros de Caracas, a las nueve de la noche.

Casi veinticuatro horas después de que hubiesen asesinado a su hijo, a la siete y treinta de la noche del 7 de abril, se lo entregaban a la madre, que había viajado desde la isla del Caribe a la capital mirandina, donde antes el matrimonio Ortiz Bustamante crió a Jairo Johán, hasta separarse.

Al “niño”, como lo llama aún su padre, le dio por quedarse a vivir en el apartamento de sus abuelos maternos Digna y Melvi, porque quería cuidarlos. Sin embargo, cuando la pareja se fue a Guarenas, Jairo Johán se mantuvo junto a su tía Karina, en Montaña Alta.

Su prima Antonella y la abuela Neidha (la madre de Jairo, que vive en Caracas) lo reconocerían, tirado en el piso, en un muy avanzado estado de descomposición, en los pasillos de la morgue del Hospital General Dr. Victorino Santaella, ubicado en Los Teques.

Ambas mujeres pelearon con los funcionarios, hasta que lo subieron a una camilla.

Lo rodeaban las moscas: los animales y la prensa.

Su hijo estaba irreconocible. Según dice el padre, lo habían tratado como a un perro, sin refrigeración, ni ningún tipo de humanidad. Esa noche no pudo ser velado. Sólo una funeraria lo aceptó y poco después de las nueve de la noche, cuando llegó de Barinas, el local estaba cerrado. No fue sino hasta pasado el mediodía, del día ocho de abril, cuando el encargado llamó a Carolina y a Jairo para que vieran a Jairo Johán, por última vez. Su hijo estaba “a punto de reventarse”. La imagen fue desgarradora: a su muchacho le manaba sangre de la boca.

El olor persigue a Jairo: una mezcla de formol, sangre y descomposición.

Eso no le impidió abrazarlo.

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“Mi corazón da tumbos en medio de la niebla,

no se ajusta a los polos,

busca el lugar donde la tierra gira más despacio”.

Eugenio Montejo

En noviembre de 2016, Jairo fue a visitar a su hijo. Conocería a Oriana, la novia. Desayunaron juntos y fue cuando Jairo Johán le planteó a su padre la idea de dejar la carrera. Cursaba el tercer semestre de Ingeniería de Sistemas en la Universidad Nacional Experimental Politécnica, en La Yaguara. Se iría con Oriana a Panamá, según decía “por la situación país”.

Acababa de cumplir 19 años, el 2 de septiembre. “Quería ser feliz, poder tener una casa y sus cosas. Me dijo que acá no lo lograría. No sé desde cuándo se le incubaron estas ideas en la cabeza, pero allí estaban”, dice el papá.

Esa vez, logró convencerlo de no marchar en el momento, hasta que el muchacho cambió de destino, pero no de idea. “Hubiese dejado que se fuera”, se reclama Jairo. Al “niño” lo mataron tres días antes de que partiera a Colombia, asegura. “Me siento culpable”.

Ahora, es el padre el que piensa emigrar.

No le alcanza el sueldo para mantener a su pequeña de 7 años, ni para ayudar a comprar las medicinas de la madre. Una caja de pastillas, de su propio tratamiento, le cuesta dos sueldos mínimos. Apenas, atina a comer.

Ahora mismo está de reposo por recomendación de una psiquiatra, con la que se encuentra bajo la lupa desde octubre de 2017. Vende sus posesiones para tratar solventar la crisis.

No tiene el dinero para irse, todavía. Sobre todo, desea estar afuera para hacer presión internacional, porque siente que es la única manera de que el gobierno lo atienda, efectivamente.

Jairo no sólo ha perdido a su hijo, sino que también siente que perdió el país.

Le preocupa que el hombre que mató a su hijo goce de los beneficios procesales por confesar y por ser policía, y que no haya justicia. Lo desvela la idea de saber por qué mató a su muchacho, por qué le disparó al corazón, si le pagaron, quién le pagó, si lo hizo por su propia cuenta, por qué a Jairo Johán.

Después de que se disiparan las guarimbas se disiparía también el interés de la opinión pública por las víctimas. “Se olvidaron de nosotros”, dice el padre. Se olvidó el pueblo y sus instituciones. “El gobierno me ha engañado”.

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Jairo pensó quitarse la vida.

Lo que mantuvo su corazón latiendo es saber porqué apagaron el de su hijo.

Jairo tiene que gritar para que se rompa el cristal que rodea el corazón colectivo, porque -en palabras de Antonio Machado- “un corazón solitario no es un corazón”, gritar para que no prevalezca la canción del verdugo.

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(*) El padre insiste en decir que su hijo no expresaba ninguna posición política, y no participaba en las protestas, declaración además soportada por las investigaciones oficiales. Pide que se constate esta idea a través de sus publicaciones antes del 6 de abril de 2017, en su cuenta en Instagram.

Por el contrario, su madre, Carolina Bustamante asegura a través del mismo Instagram de su hijo (que ahora maneja ella) que él formó parte de la llamada “Resistencia”, y que porta la antorcha encendida de la lucha por una “Venezuela libre”. No quiere que quede duda de eso, insiste en un vídeo que hiciera.

“Si el niño lo hubiera manifestado, bien. Pero no fue así. Me molesta que hablen por él después de muerto y politicen su memoria”, concluye Jairo Ortiz.

Desafío Constituyente