La tragedia del hambre – El Tiempo, Colombia

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

El hambre es un flagelo inmisericorde que golpea la humanidad en todo el mundo. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 81 millones de personas la padecen: uno de cada nueve seres humanos se encuentra subalimentado. En América Latina, 39 millones viven entre semejante mal.

En Colombia son 3,2 millones. Y cada año –dice el Departamento Nacional de Planeación– se desperdician 9,76 millones de toneladas de comida, y siguen siendo frecuentes las imágenes de niños muriéndose de inanición. Ante esto debe haber un clamor. Son penosas las fotografías de Puerto Carreño publicadas ayer en este diario, en las que indígenas de tres etnias, colombianos y venezolanos, buscan alimento entre las basuras de la ciudad. Tiene que hacerse algo urgente, y es esperanzador que haya preocupación.

El miércoles pasado, en la sesión número 26 del Comité de Agricultura en Roma (Italia), la Unión Europea y la FAO firmaron un compromiso para conjurar la tragedia alimentaria y erradicar el hambre en el mundo. Y, mientras allá se discutía acerca del cambio climático, la observación de las enfermedades, el control de los costos de la alimentación y los recursos naturales, aquí, en el Congreso de la República, avanzaba un proyecto de ley para impedir el desperdicio infame de los alimentos: un proyecto de ley para obligar a las personas y las empresas a donar alimentos próximos a vencer.

Resulta escalofriante enterarse de que el 34 por ciento de la oferta disponible, que podría alimentar a unos 8 millones de colombianos, es desperdiciada cada año. Y que, si bien una buena parte de la comida se pierde en el procesamiento, 1,5 millones de toneladas son botadas a la basura por los consumidores sin pensárselo dos veces. Sin duda, urge tomar conciencia y crear una ciudadanía responsable del consumo, y todo esfuerzo en ese sentido en bienvenido.

Es triste, sin embargo, que deba decretarse la humanidad en una ley, que ni la compasión ni el sentido común hayan sido suficientes para que cese el desperdicio de comida enfrente de las decenas de niños que mueren de hambre en Colombia año por año, para que las mesas de los restaurantes y las alacenas de muchas familias dejen de ser bodegas de alimentos que pasarán de allí a las canecas. Vale insistir: de alguna manera tiene el país que caer en la cuenta de la tragedia del hambre, de la vergüenza de la malnutrición en nuestro territorio.

Se trata de otro reto para nuestra educación y nuestra cultura. Ciertos países han tenido que aprender el valor de la comida en medio de cruentas guerras que arrasan con lo divino y lo humano. Y Colombia, que ha seguido operando en medio de sus conflictos bélicos, que no debería tener que tocar fondo para notar el horror que a diario viven millones de ciudadanos, tiene la obligación de emprender –más allá de la ley en discusión en el Congreso– una campaña contundente para que el hambre deje de obviarse y aplazarse como si fuera otro problema secundario. No lo es: es la medida de una sociedad.

El Tiempo


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